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Ancla 1

La humareda tenía caras monstruosas que se burlaban de nuestra desgracia. Se alegraba, como los vecinos, de que fuésemos secuestrados por el Gobierno.

 
Nadie se prepara para ver el mundo arder. Y frente a una ventana vi cómo mi vida y la de mi familia era consumida por el fuego. Por miedo nos habían sacado y por miedo habían quemado nuestra casa, solo porque sobre nosotros teníamos impuesta la palabra “leprosos”. Íbamos en el vagón más callado del Ferrocarril de Caldas, la red ferroviaria que conectaba al Eje Cafetero, región centro occidental de Colombia.
 
A los expulsados de ese día nos mandaron a Armenia, capital del Quindío y una de las principales paradas del Ferrocarril. Por lo poco que teníamos, a mi familia le tocó pagar el trayecto con plata prestada de un policía. Y, junto a la tristeza, lo peor era la angustia de no saber lo que iba a pasar, pues los demás encerrados en el vagón hablaban entre susurros de que nos llevaban a un lugar donde a la gente se le caían los pies. Un lugar al que se entraba, pero del que jamás se salía. 
 
Solo teníamos la máquina de coser y la bicicleta. Para un joven de 16 años, como lo era yo en ese momento, la condena al exilio era incomprensible. No era capaz de preguntar qué estaba sucediendo, la gente del tren evitaba las miradas y mi mamá trataba de contener el llanto. Quería darnos ejemplo.
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Carlos Cardona López observa, desde un vagón del Ferrocarril de Caldas, cómo arde su vivienda en Montenegro, Quindío, el 12 de noviembre de 1954.
 

Sin haber cometido ningún crimen, nuestros vecinos, nuestro pueblo y nuestro país nos dieron la espalda.

 

Quiero empezar mi historia aquí, con el recuerdo de la felicidad que me fue arrebatada de manera injusta, condenados al destierro por la acusación de que mi madrecita tenía lepra, una enfermedad causada por la bacteria Mycobacterium leprae, mejor conocida como bacilo de Hansen.

 

De eso ya han pasado más de 66 años, tiempos en los que el temor, los mitos y la ignorancia sobre la lepra causaban tragedias. 


La mía se dio con mucha tristeza y asombro el 12 de noviembre de 1954 en Montenegro, un pequeño pueblo del Quindío colombiano, donde me crié. Mi tierra olía a café y era de campesinos honrados. Por eso no fue nada raro que sus habitantes se asustaran al ver cómo la Policía, casi sin preguntar, nos llevaba a mí y a mi familia a la Alcaldía.

Aunque ya tengo mis años, uno no olvida el día en que creyó que su padre era un criminal. Y eso sí que se me hizo confuso, porque nosotros éramos gente honesta, gente llevada del carajo que trabajaba recogiendo café para conseguir unos centavitos.

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Carlos Cardona y sus hermanos se ocultan detrás de su madre, mientras su padre, angustiado, discute con un servidor público en la Alcaldía de Montenegro, Quindío, el 12 de noviembre de 1954.
 

Las razones por las que las autoridades nos exiliaron serían ridículas hoy en día. A puro ojo, dijeron que mi madre, Vicenta López Neira, tenía el bacilo de Hansen porque le encontraron una mancha morada en la pierna, como a la altura de los gemelos. El alcalde no se puso a dudar, muy seguramente por todo lo que pasaba en la época.

La lepra era considerada un problema de salud pública tan grave que, aquí en Colombia, era tratada como enfermedad “aparte”. Es decir, como una que no se podía integrar a los demás programas de salud, pues en definitiva no sabían cómo curarla. Eso hizo que muchos aspectos de la vida del paciente, cosas tan básicas como pertenecer a una comunidad o formar una familia, quedaran en manos de las estrategias de las autoridades médicas.

Los expulsados nos instalamos brevemente en Armenia, rebuscando la forma de superar  una de las peores noches de nuestra vida. Con mi familia sentimos (y después lo vinimos a confirmar) que no volveríamos a la tierrita. Si públicamente se enteraban de que llevábamos el adjetivo de “leprosos”, no nos iban a recibir en ningún lado. Con ese susto y sin saber para dónde huir, dígame, ¿quién podría pegar el ojo?

Después de las pocas horas de vigilia, nos tocó avanzar en esa travesía no escogida y por lugares que nunca habíamos visto. Íbamos pasando de los trenes a los buses, alejándonos más y más por un trayecto que se nos hacía eterno. Nuestro destino, del que sabíamos apenas el nombre, estaba a unos 160 kilómetros de Armenia, hacia al interior del país.

 

Mis padres hablaban entre susurros con cara de luto y yo no me atrevía a interrumpir. Era una mezcla de timidez y miedo la que se formaba en mi garganta, armando un nudo que no me atrevía a soltar. ¿A dónde vamos? ¿Qué haremos? ¿De qué vamos a vivir? Todas esas preguntas y más llenaban mi cabeza. 

Andamos varios días. En específico, fueron cuatro. Me acuerdo que los paisajes eran polvorosos y hacía mucho sol. Tanto en los trenes como en los buses iban aumentando el número de pasajeros señalados de portar lepra. De Armenia habíamos salido para Girardot, en el departamento de Cundinamarca, donde dormimos el 14 de noviembre.

Este era uno de los municipios que venía creciendo en la región, con entonces 102 años de historia y con una economía basada en el turismo y el comercio. Nosotros pudimos recorrerlo un poco, enterarnos de que tenía su propio embarcadero a la orilla del río Magdalena y un sistema de vías férreas que lo conectaba con Bogotá, la capital del país.  Era un lugar donde llegaba mucha gente de distintas partes, principalmente afectados por la violencia entre liberales y conservadores. También había, claro, enfermos o acusados de tener lepra, silenciosos entre el ir y venir de la mercancía y de los habitantes.

En Colombia éramos unos 12 millones de habitantes.

De esos, según los reportes oficiales, 12 mil padecían lepra. Pero sabían que no era un dato exacto, pues también citaban a especialistas que afirmaban que el número de enfermos podría ascender a 20 o 30 mil.

 

Las autoridades, como la Organización Mundial de la Salud, estaban preocupadas por el aumento de casos en América y alertaban sobre la importancia de actuar rápido para controlar la lepra.

Y frente a tantos cuentos de que era contagiosa y que se comía el cuerpo de una forma horrible, el Estado colombiano había usado leyes, decretos y campañas “antileprosas” para controlarla.

 

Una de las órdenes que tenían policías y alcaldes era que, si se enteraban de un caso de lepra en su pueblo, tenían que detener al enfermo y llevarlo a un lazareto o leprosario, donde separaban a los pacientes del resto de la sociedad.

La idea les pareció útil a las autoridades sanitarias durante décadas, quizás porque creían que así se deshacían fácil de un problema que no sabían manejar.

Hoy conocemos que la lepra afecta principalmente a la piel, los nervios, la mucosa de la nariz y los ojos. Sabemos que no es altamente infecciosa. También,  que si se inicia un tratamiento a tiempo, la lepra se cura y se evitan las discapacidades causadas por estar mucho tiempo expuesto a la enfermedad. 

 

Pero bueno… la ignorancia tampoco tenía cura en ese momento. Y con esa dureza, ser llevado a un lazareto significaba perder la oportunidad de tener una vida normal. Mi familia fue una de las tantas a las que se les acabó la paz.  Ese 12 de noviembre de 1954 huimos con la vergüenza que solo podía sentir un condenado.

Recorrido de la familia Cardona López y otros expulsados desde Montenegro hasta Agua de Dios, Cundinamarca.

Al otro día, viajando en tren, llegamos a Tocaima, un pueblo que parecía la tierra del fuego. Ahí el calor como que agitaba a la gente, nos hacía sudar. El sol estaba pegando fuerte y picante. De la estación del ferrocarril caminamos a donde se hacían los buses. Éramos un grupo gigante de almas flageladas.

Y ahí, con un estallido que al recordarlo aún me hace cerrar los ojos, un señor gritaba: “¡Agua de Dios, Agua de Dios! ¡Buses para Agua de Dios!”. A uno de esos nos hicieron subir.

Sentí como si hubiera dormido todo el camino, incapaz de concentrarme, hasta que un retén de Policía nos despertó. Vi que la gente se asustó y algunos comenzaron a llorar, mientras el bus iba bajando la velocidad y se hacía detrás de una fila inmensa de carros, pasando junto a un montón de familias que caminaban una detrás de otra. 

 

Entonces nos unimos a ese éxodo, sin bajarnos del bus. Y aunque habían tantas, pero tantas personas, nos sentíamos solos y muy asustados. Pasar ese puente fue como acercarse a poco a una boca de piedra que parecía lista para tragarnos, con la temperatura hirviendo y sobre tablas de madera que cruzaban un río.

Muchas veces me he preguntado en silencio si debería recordar el dolor de aquella época. Cuando veo la alegría de mis nietos y de los espíritus jóvenes de Agua de Dios pienso que no, que es mejor dejar atrás la historia como una oscuridad a la que ya llegó la luz.

Yo cuento esto porque ya no queda nadie que lo narre por mí. Y a lo mejor no he vivido en vano si mis recuerdos se vuelven memorias suyas, si mis palabras le hacen llegar el dolor y la esperanza que aún hay en este pueblo.

¿Qué pasaría si nadie, nunca, se entera de que en Colombia existieron campos de concentración?

Cuando pienso en la enfermedad llegan a mi memoria el recuerdo de todas las almas que estuvieron antes conmigo, intentando no naufragar en una marea oscura de dolor. Almas que cayeron o se levantaron con toda su belleza, cada una con su aporte para la paz que tienen a su alcance las nuevas generaciones.

 

Si en algún momento mi país me dio la espalda, con esta historia hoy me da la mano. Le pido, entonces, que siga leyendo mis cartas y que no me olvide. Inicio mis relatos con la lepra, invitándolo a que descubra conmigo cómo la vida, el trabajo y el amor vencieron a esta enfermedad.

Muy atentamente,

Carlos

La familia Cardona López se siente sola y asustada cuando llega al Puente de los Suspiros, días después de haber sido expulsados de Montenegro, Quindío.

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Capítulo 1:

Secuestrados por el Gobierno

Para la década de 1950, el Gobierno colombiano intentaba controlar la lepra aplicando medidas de aislamiento social en contra de los enfermos. Entre lo concebido para evitar eventuales contagios, los médicos debían romper su silencio profesional si se enteraban de un caso de lepra y debían informar a las autoridades de los pueblos, como el alcalde y el policía de mayor rango. Estos ordenaban que el paciente o presunto portador fuera trasladado a un lazareto. Los principales eran los de Agua de Dios, en Cundinamarca, y el de Contratación, en Santander.

 

Las autoridades sanitarias, dirigidas por el entonces Ministerio de Higiene, aplicaban esta medida siguiendo el modelo de Estados Unidos, país que basaba su acción contra la enfermedad mediante políticas de segregación social, como lo hizo a mediados del siglo XIX e inicios del siglo XX, cuando creó colonias de pacientes de lepra en el archipiélago de Hawái y en Filipinas.

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Créditos

Reportería, textos y elementos multimedia:

Alejandra Ramírez Valbuena,

Maria Valentina Chica Guaca, Danna Camila Muñetones Ortiz y

Juan Nicolás Barahona Espinosa.


Asesor de la investigación:

Juan Camilo Hernández Rodríguez

Ilustraciones:

Cristian Felipe Herrera Duque @cristofer215

Agradecimientos a

Luis Carlos Cardona López y su familia; Hernán Moya Ortiz, historiador, curador del Museo Médico de la Lepra y miembro del equipo del Archivo Histórico del Sanatorio de Agua de Dios;

José Gerzaín Rodríguez Toro, médico especialista en Patología de la Universidad Nacional de Colombia, y María Teresa Buitrago, enfermera, especialista en epidemiología y administración de salud ocupacional.

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Para este capítulo se consultó información documental de la Organización Mundial de la Salud, la Organización Panamericana de la Salud , el Sistema Único de Información Normativa del Estado colombiano y el Banco de la República de Colombia. A su vez, se consultó el libro "Batallas contra la lepra: Estado, Medicina y Ciencia en Colombia" y un artículo de la investigadora Diana Obregón Torres; el libro "Políticas y dinámicas de control social y exclusión en Colombia. Vagos y Lazarinos (1871-1962)", de Elías Castro Blanco, entre otras fuentes académicas.

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