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Números 5:2: "Manda a los hijos de Israel que echen del campamento a todo leproso, a todo el que padece de flujo y a todo el que es inmundo por causa de un muerto". 

Ancla 1
 

Otras veces, contando esto he llorado. Y me disculparán, pero es parte de lo que se debe saber para entender el valor de este pueblo, su gente y su valentía ante la enfermedad.

 

Estoy tranquilo al saber que se narra lo que viví, pues nunca imaginé tantas bendiciones que mi Dios me ha dado. Los abrazos que hoy me regalan mis nietos o el canto de los pájaros que descansan en los árboles frente a mi casa son parte de mi alegría, que busqué con el alma desde que llegué a Agua de Dios, al que hice mi hogar.

El Puente de los Suspiros hace parte del municipio vecino de Tocaima, y era la única conexión con Agua de Dios. Una vez lo pasamos, nos tocó andar casi 10 kilómetros, en el bus, sin saber el final, ni los peligros del camino, y con el peso de la angustia y la tristeza.

 

Agua de Dios era un lugar para esconder y silenciar al que tuviera lepra, al que era indeseable. Fue fundado como leprocomio en 1870, tras el esfuerzo de la Junta de Beneficencia de Cundinamarca, que se preocupaba de la suerte y el bienestar de los enfermos. El pasado traía su estigma fuerte, con los temores bíblicos que enmarcaban a la lepra como un castigo de Dios. También, por los términos con los que a inicios de siglo se referían a los pacientes: les decían elefanciacos, por las deformidades que les causaba la lepra a quienes nunca habían recibido tratamiento.

Para 1954, el año de mi llegada, la cosa no había cambiado. Agua de Dios legalmente no era un municipio, sino un centro de aislamiento para contener la lepra. Los que mandaban era la Policía y las autoridades sanitarias. Ellos decidían quién entraba y quién salía y prácticamente qué se podía hacer y qué no. El trato no era médico, por más que hubiera personal de salud, sino de exclusión social. Por fuera, al territorio lo rodearon con alambre de púas, con el eufemismo de que era un cordón sanitario.  Adentro, dividían a la población mediante la arquitectura, con asilos, retenes y puntos de control.

Mapa con la localización de las estructuras de Agua de Dios en el 1925, que incluye infraestructura policiva, religiosa y cultural. La información fue tomada de “El Lazareto de Agua de Dios: ciudad de la exclusión y el estigma (1870 - 1924)”, escrita por Francisco Javier Bejarano Hernández en la maestría de Estética e Historia del Arte de la Universidad Jorge Tadeo Lozano..
La familia Cardona López se da un último abrazo antes de ser separados el 15 de noviembre de 1954 en la plaza de Agua de Dios, frente a la Parroquia Nuestra Señora del Carmen.

Cuando por fin llegamos al centro de Agua de Dios, nos bajaron en la plaza principal y vimos que unos policías paraban gente y la comenzaban a escoltar. 

 

A mi mamá la mandaron al Hospital San Rafael. A mi hermana pequeña, Estela Cardona, la llevaron a un convento, a una cuadra del centro del pueblo. A mi hermano, Jesús María Cardona, lo mandaron al internado Santa Ana, un edificio grandísimo en el que recluían a niños con lepra.

 

Cuando solo quedamos mi papá y yo, uno de los guardias le dijo: “Señor Carlos Cardona, en este papel se dice que usted tiene 24 horas para abandonar Agua de Dios. Si no lo hace, la Policía lo va a buscar para llevárselo hasta Tocaima, porque usted aquí no puede vivir”.

Entonces fue cuando me llevaron al albergue Miguel Unia, el de los jóvenes, confirmando las palabras del señor.

Y sí... No importaba que fuera un bebé o un viejo: para todos parecía que, si era acusado de tener lepra, su destino era ser separado y ser llevado a uno de los albergues.

 

No sabía en ese preciso momento que muchos de esos lugares, como el asilo Miguel Unia, habían sido hechos por el sentido de piedad y ayuda que inspiraban los enfermos a las comunidades religiosas, como la de los salesianos. Me era un dato desconocido y que en las primeras horas de reclusión ni si quiera me importaba: yo quería volver rápido con mi mamá, recoger a mis hermanos y devolvernos a nuestra tierra, así nos tocara toda la vida recoger las mismas pepas de café.

Es que las familias se desintegraban fácil cuando se les venía encima la tragedia de la lepra. Por la fortuna de la existencia, por esa bondad que solo dispone el Santo Creador, a nosotros los Cardona López nos sacaron juntos de Montenegro y nos mantuvimos así fuera por muy, muy poquito tiempo en Agua de Dios. Pero esa no era la norma. Hay miles de historias que atestiguan la exclusión inhumana de enfermos a los que les tocaba irse solos hasta algún sanatorio, pedir auxilio y resignarse a la soledad, porque sus amigos o sus hermanos o sus tíos o sus primos o sus parejas... mejor dicho, cualquiera que fuera cercano a ellos no quería hacer público algún vínculo. O había otros que clamaban para que los dejaran ir con su ser querido, sin importarles que les destinaran un posible infierno. Siendo lepra sinónimo popular de maldición era claro que nadie iría a visitarlos, que una vez estuvieran en un sanatorio no habría nadie que reclamaría por ellos.

 

Por ejemplo, de mis familiares en Quindío no volvimos a escuchar, y a veces pasábamos meses y hasta años sin vernos entre mis hermanos, porque ya bajo las leyes y decretos que regían a Agua de Dios (de las que se hablará en otras cartas) se determinaba la edad específica para salir de los albergues y se dejaba explícito el conducto regular para cuidar al hijo sano de padres leprosos o al niño contagiado de lepra. Y no había ciertamente alguien con quien quejarse y esperar que la administración cambiara... no había modo que la dirigencia reconocieran esa injusticia. 

Sé que es muy duro decir esto, pero así lo sentí por mucho tiempo: para el Estado, y casi que para nosotros mismos, el paciente de lepra perdía gran parte de su condición humana, se le reducía su valor. Éramos una simple estadística.

​Regresando a mis primeros momentos dentro de Agua de Dios, me acuerdo que el policía que me llevó hasta el albergue me miraba con el desprecio de un preso y estaba alerta para que no me le escapara. No me soltó ni perdió la atención un solo instante, hasta que llegamos a la entrada del edificio Miguel Unia.

 

Mi sentencia comenzó formalmente cuando le dijo al portero que no me dejaría salir sin una orden explícita. Mi brazo pasó a un nuevo dominio y fui llevado por los pasillos del edificio, que se me hacía inmenso. En algún punto, una de las monjas salesianas me recibió, me hizo unas preguntas y me trasladó a un cuarto pequeño. Si no estoy mal, ahí solo había una cama y una cobija. Lo que sí tengo aún claro es que me la pasé llorando toda la noche.

¿Por cuántos años se repitió esta misma historia? En 1954 fui yo. Antes de mí, fueron muchos.

 

Le pido disculpas si siente que me estoy extendiendo y también que entro en muchos detalles. Desde hace un tiempo se me olvida lo presente y me acuerdo casi perfecto del pasado. Y contando esto, de verdad, estoy de nuevo, en carne viva, en el periodo donde se me desboronó todo.

En mi segundo día en Agua de Dios pensé mucho en mi hermanita, una niña de nueve años que se la pasaba al pie de mi mamá. Y también pensé en mi hermano, que solo tenía once años y era igual de consentido.  


Por la mañana, después de revolverme entre el dolor y la ansiedad en el cuarto chiquito, no aguanté estar ahí encerrado. Me paré, volví a pasar los pasillos y me fui hasta la entrada del albergue a rogarle al portero para que me dejara despedir de mi papá. Era como quedarse huérfano, como si de algún modo se me fuera a morir en vida. Terror y vacío sentía al pensar que esa podría ser la última, imagínese... la última vez que lo vería.


​El portero me dio unas horas, con el compromiso de que fuera y regresa rápido. Salí casi corriendo. Puede que estuviera tan lleno de emociones que por eso no sé a ciencia cierta cómo es que vi a mi papá, dónde fue que lo encontré. De pronto él siempre estuvo ahí, cerca de la plaza, justamente esperando un suceso como ese: que uno de sus hijos o su tan amada esposa saliera a buscarlo.

 

Me abrazó, tal vez me dio algunas instrucciones (pues yo, siendo el mayor, tendría que asumir el rol que a él le estaban arrebatando) e hizo la promesa de volver.

 

Cuando se fue, aproveché para ver a mi mamá. Ella estaba recluida a unas cuadras del parque principal, cerca de mi albergue. La quería sentir cerca, tener la salvación de su amor. Pero lo cierto es que esa vez casi no la pude distinguir, porque ella también había pasado una noche horrible y tenía la cara hinchada de tanto llorar.


Entre agites y desilusiones, a veces las horas se pasaban rápido y a veces eran eternas. Parecía que la confusión y la desesperanza nunca iban a acabar.

 

Solo hasta el tercer día de haber estado en Agua de Dios decidieron hacernos a mí y a mi mamá el diagnóstico para saber si realmente teníamos lepra. 


Desde temprano nos pusieron a hacer una fila larguísima en uno de los centros médicos. Cuando por fin uno llegaba a donde el doctor, le metían un algodón por la nariz buscando el bacilo de la enfermedad y en el codo nos cortaban con algo parecido a una tijera. Al final de la revisión nos asignaban un número, el de la cédula de enfermo. En ese momento dejé de ser Luis Carlos Cardona López y pasé a ser el interno 8924.

Presentación sobre momentos clave de la creación de Agua de Dios, Cundinamarca, a la par que se presentan otros hechos de la Historia.
Un médico toma parte de la piel de Vicenta López Neira, madre de Carlos Cardona López, para examinarla y determinar si posee el bacilo de Hansen el 16 de noviembre de 1954. Esto se hacía con las personas señaladas de tener lepra al poco tiempo de ser internadas en el sanatorio de Agua de Dios.  Si se les encontraba la presencia de la bacteria (imagen tomada del artículo "La lepra en Colombia" escrito por el Dr. Gerzaín Rodríguez Toro) se les asignaba una cédula de enfermo  que reemplazaba a sus anteriores documentos de identidad y los privaba de varios de sus derechos civiles. En el caso de Carlos Cardona, él comenzó a ser el interno 8924 tras ser sometido al mismo procedimiento que recibió su madre.
 

El que llegaba al lazareto quedaba confinado. Si usted pudiera tomar una historia clínica al azar, lo primero que se encontraría es su fotografía, el día en que fue diagnosticado, en dónde lo atendieron, cuál era su alimentación, su tipo de vivienda, con quién vivía, si sus familiares eran sanos, cuándo le había aparecido la lepra (si es que la tenía) y cuáles fueron las primeras manifestaciones de la enfermedad.

Había que tener en cuenta que los contagiados eran gente humilde, de la clase trabajadora. Mucha era pobre o del campo, que venían de casas con pisos de tierra, donde lamentablemente había muy mala higiene. Eran pocos, en cambio, las personas de la ciudad, de ciertos lugares privilegiados.

A medida que pasaban los días empecé a entender el funcionamiento interno de la cárcel en la que vivía. Para no dejar escapar a nadie de Agua de Dios, a los internos nos vigilaban desde tres miradores, nos rodeaban seis retenes y nos custodiaban por lo menos 150 policías. De estos había personal sano y enfermo, que nos custodiaban adentro y fuera del sanatorio.

​Como si fuera poco, la comunicación era terrible. Tocaba con teléfonos de manivela o telegramas, pero era muy difícil. Así, a la gente que tenía algún ser querido en Agua de Dios le tocaba pegar las cartas con cabuya en el Puente de los Suspiros, esperando que algún día fueran recogidas por algún interno. También probaban suerte enviándolas por la oficina de correo, donde desinfectaban prácticamente todo. Desde aquí también se enviaban cientos de cartas... Solo que casi nunca llegaban a su destino. Simplemente a veces los pacientes no sabían dónde estaban sus familiares o amigos.

 

De esto escribió Gabriel García Márquez en noviembre de 1954 para el periódico El Espectador.
 

"Del leprocomio de Agua de Dios, especialmente en los días de Navidad, llegan cientos de cartas sin nombre. En todas solicitan auxilio: 'Para el señor que tiene una tiendecita en la calle 28 Sur, dos casas más allá de la carnicería', dice un sobre. El cartero descubre que no sólo es imposible precisar la tienda a todo lo largo de una calle de 50 cuadras, sino que en todo el barrio no existe una carnicería. Sin embargo, de Agua de Dios llegó una carta a su destino con los siguientes datos: 'Para la señora que todas las mañanas va a misa de cinco y media a la Iglesia de Egipto'. Insistiendo, haciendo averiguaciones, los empleados y mensajeros de la oficina de rezagos lograron identificar al anónimo destinatario", narró.

Y sí... aquí dentro del sanatorio la incertidumbre era la misma... Al principio se nos aceleraban los corazones cuando veíamos llegar al carro de las encomiendas. Pero luego la desilusión fue ocupando espacio, hasta corroborar que en esos carros no habría nada para gente como yo.

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Internos esperan recibir alguna encomienda que proviene en camiones con marcas rojas, señal de que transportan elementos exclusivos para el sanatorio de Agua de Dios frente  a la Parroquia Nuestra Señora del Carmen. 
 

Mi temporada en el albergue fue dura porque estuve únicamente con gente desconocida. Me dieron crisis nerviosas, una cuestión de enloquecerme. Y duré como cinco o seis días en los que sentía que me iba a morir porque no podía comer por el calor intenso, mi palidez y las moscas.

Tampoco había asistencia psicológica, y pues así las cosas iban muy mal en un pueblo con casi seis mil enfermos.

 

A los pacientes que no estaban recluidos en alguno de los edificios del sanatorio los tenían que sacar de sus casas, los ponían en una silla sobre el andén y los doctores pasaban a caballo tirando la fórmula de los medicamentos, como una vez lo hicieron conmigo.

 

La lepra hacía todo tipo de estragos. Eran daños terribles a la mente, al espíritu y al cuerpo, deformado o atrofiando extremidades. Yo no soportaba esa cosa tan jodida, no aguantaba ver a la gente que vivía con heridas o que le colgaban las orejas o quedaban ciegas o tenían cánulas porque habían perdido las cuerdas bucales.

 

Tampoco soportaba caminar y solo encontrarme con la pobreza. Lo poco que se hacía para sobrevivir era cultivar o emplearse en oficios varios, en lo que saliera. Para ese tiempo era normal que alguien recorriera las calles junto a un burro, vendiendo leña o ladrillos para que los recluidos en Agua de Dios arreglaran sus casitas.

 

El Gobierno decía que la cosa iba bien, que se invertía en infraestructura. Pero yo le puedo asegurar que eso era mentira, que la mayoría de las casas eran con techos de palma y piso de tierra. Y no había servicios públicos ni había luz. Era un lugar condenado literalmente a la oscuridad, en el que daba miedo salir de noche.

Carrusel de fotos de Agua de Dios, principalmente durante la década de 1950. Imágenes consultadas en 2021 en el Centro Histórico Salesiano, en Bogotá.
Dé clic sobre las imágenes para conocer su historia.

Para sobrevivir recurríamos al subsidio que nos entregaba el Gobierno cada ocho días por estar en Agua de Dios. Le decíamos la “guayaba” y lo recibíamos en el Hospital Carrasquilla, llevando bolsas tejidas a mano con piola, un tipo de cuerda resistente y fácil de conseguir, para almacenar unas monedas hechas de níquel. Aquí no circulaba el dinero tradicional, el que se usaba en el resto del país, porque se tenía el falso temor de que los billetes pudieran transportar la lepra. Mejor dicho, las autoridades no querían que, por así decirlo, se ensuciara la plata que entraba al pueblo.

A esas monedas las apodamos “coscoja”, que significa “cosa que no vale nada”. Estas eran de 1, 5, 10 y 50 centavos. Lo que nos daban de subsidio era menos del salario mínimo que legalmente debía recibir un trabajador de la época (y fue algo que se mantuvo casi 30 años después). Calcule entonces si a alguien le alcanzaba para vivir dignamente. Pues no, no alcanzaba. La necesidad era tan grande que, como no había plata, varios internos armaron grupos para pedir limosna fuera del pueblo.

Ya con esto quiero cerrar la segunda carta. Es duro contar lo malo. ¿Qué le podemos hacer? Sencillamente eso fue lo que nos tocó.

 

Yo quiero que este ejercicio de hacer memoria se use para que se vaya de una vez por todas el terror entre la gente, para que sepan que los sucesos alrededor de la lepra son parte de una historia que poco se conoce.

 

Una historia dura, pero que termina bien.

 

Que quede clara una cosa. El desarrollo del estigma no fue solo por malas decisiones médicas, sino también por un montón de procesos políticos y otros aspectos que pasaron en Colombia, un país más bien individualista.

 

Aunque mire usted lo más bonito: todo esto es un testimonio de que aquí hubo resistencia, de que hubo vida. 

 

Las consecuencias se las contaré en nuestro próximo encuentro.

 Agradecido por su compañía,

 

Carlos.

Carrusel de fotos de algunas monedas que circularon exclusivamente en los lazaretos de Colombia durante la primera mitad del Siglo XX.  Dé clic sobre las imágenes para conocer su historia.

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Capítulo 2:

Una cárcel

Agua de Dios tiene un área aproximada de 8.376 hectáreas y once veredas. Para la década de 1954 contaba con seis retenes de la Policía y era rodeado por alambres de púas para controlar la entrada y salida al sanatorio. Quienes eran internados perdían derechos civiles. Una de las primeras acciones por parte de los agentes del Estado era romperles su documento de identidad casi al momento de llegar. Luego les realizaban exámenes médicos buscando el bacilo de Hansen y  les asignaban una cédula de enfermo. Así, al paciente de lepra se le empezaba a reconocer principalmente mediante un número de serie y se dejaba explícito su lugar de procedencia, familiares, condiciones económicas y posible origen del contagio, entre otros datos. Era una forma para facilitar la trazabilidad y la custodia. Hubo órdenes, como la del decreto 377 de 1907, que prohibían a las personas sanas, bajo penas severas, penetrar el recinto, comunicarse con los enfermos personalmente y buscar medios para hacer ineficaz el aislamiento.

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Créditos

Reportería, textos y elementos multimedia:

Alejandra Ramírez Valbuena,

Maria Valentina Chica Guaca, Danna Camila Muñetones Ortiz y

Juan Nicolás Barahona Espinosa.


Asesor de la investigación:

Juan Camilo Hernández Rodríguez

Ilustraciones:

Cristian Felipe Herrera Duque @cristofer215

Agradecimientos a

Luis Carlos Cardona López y su familia; Hernán Moya Ortiz, historiador, curador del Museo Médico de la Lepra y miembro del equipo del Archivo Histórico del Sanatorio de Agua de Dios; 

José Gerzaín Rodríguez Toro, médico especialista en Patología de la Universidad Nacional de Colombia, y Mónica Stella Jiménez Osorio, coordinadora del Centro Histórico Salesiano; y a Edgar Alejandro Rodríguez Gómez y Ángel María Cucuñame, miembros del Centro de Memoria Histórica de Agua de Dios.

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Para este capítulo se consultó información documental del Centro Histórico Salesiano, el Banco de la República de Colombia y la Universidad Jorge Tadeo Lozano. A su vez, se consultó el libro "Batallas contra la lepra: Estado, Medicina y Ciencia en Colombia" y un artículo de la investigadora Diana Obregón Torres, entre otras fuentes académicas.

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