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“Una tierra seca, sin nombre,
acogerá nuestros huesos. 
Una tierra estéril, hosca, una tierra
de ceniza, sin pájaros, sin flores y sin fuentes
con altas y frías peñas,
con gargantas de piedra donde habiten
las sombras, serpientes que se anudarán a
Nuestros cuerpos.”
 
- Tomás Vargas Osorio, Voz. 

Ancla 1
 

En ese tiempo en Agua de Dios lo único que se iba y después regresaba era el hambre.

Era 1955 y yo había salido del albergue Miguel Unia a los tres meses de haber sido internado. Así, tocó ingresar de inmediato a la universidad de la vida, donde empecé a juntarme con la demás gente del pueblo. Yo estaba en mi plena juventud, tenía 17 años y mi escuela no estaba formada por cuatro muros y un pupitre, sino por calles empolvadas donde había pura miseria. Ni siquiera acabé la primaria y, para mí, la única opción que tenía era luchar por no dejarme morir.

 

Mis compañeros no eran estudiantes del Álgebra de Baldor ni de los mapas del mundo. Eran los vagos del pueblo, los mechudos, los andrajosos, los que andaban sin rumbo ni familia. 

 

Realmente, nadie me corregía. Nadie me frenaba. No tenía ambición en la vida. Mi papá estaba lejos y era muy complejo encontrar el dinero y la posibilidad para visitarnos. Mis familiares o antiguos amigos ya no existían. A mi hermana se la habían llevado para un internado fuera del pueblo. Y a mi hermano no lo podía visitar. Solo seis años después nos volvimos a integrar como familia.

Anduve solo un tiempo, rebuscando la forma de ganarme unos centavitos para ir pasando las penas. Cuando me estaba empezando a descarrilar, por cosas del destino, dejaron que mi madrecita saliera del asilo. Nos asignaron un ranchito, nada cómodo ni lujoso, pero, en fin, un lugar que a ella le sirvió mucho para compartir y verificar cada mañana que yo seguía a su lado, que no la había dejado. Eso había sido un año después de que llegamos a Agua de Dios.

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Carlos Cardona observa tristemente el sufrimiento de su madre, Vicenta López Neira, quien lloraba por las noches y se lamentaba en la habitación que les fue asignada en el sanatorio  de Agua de Dios.

Recuerdo que en el ranchito que nos dieron, una piecita pequeñita, mi mamá se quedaba rezando entre susurros, como lo hago yo ahora con 82 años.

 

Para escapar del peso de la realidad, decidí pasar la mayor parte de mis días en la calle, armando un prototipo de ser humano a pedazos, andando entre enfermos y los pocos sanos que vivían en el pueblo, que eran en su mayoría doctores y religiosos que compartían nuestra miseria.

Mi madrecita vivía muy adolorida. La miraba y aún me acuerdo que para mis adentros de hombre rebelde solo decía: “Pobrecita mi viejita”. La situación de ella era de llanto. Me daba pena verle la cara porque siempre tenía los ojos llenos de lágrimas de pensar que la familia nos abandonó, que no iba a regresar a sus cafetales, a los ríos donde lavaba la ropa mientras jugábamos con mis hermanos. Eran muchas tías, tíos y primos los que dejamos en Montenegro. Eran muchos recuerdos que se convirtieron en sueños lejanos, en algo irreal y con los que me fui a encontrar cuando ya era un viejo.

Eso, ahora que lo pienso, es también parte del estigma que aguantamos los que fuimos señalados o diagnosticados como pacientes de lepra. Estábamos prácticamente solos contra el mundo.

Sentía ese dolor de mi viejita y me hundía con él. En silencio, sabía que sus esperanzas se empezaron a agotar desde aquel día en que vimos nuestra casa arder en Montenegro. Mire que esto es gravísimo… y uno no lo sabía entonces. Más de la mitad de quienes les diagnostican lepra padecen también de enfermedades mentales como la depresión y la ansiedad. A mí nunca me vio un psicólogo, pero estoy seguro de que lo necesitaba, pues andar con ese estigma horrible durante la juventud enloquece a cualquiera.

Una cosa que hacía el Gobierno era darle a los enfermos de lepra un lugar para vivir dentro del sanatorio. Era una medida que venían implementando desde tiempo atrás, asumiendo el costo de los arriendos.

 

Aunque, claro, no era todo color de rosa. La selección de la casa no estaba en manos de uno, a no ser que fuera adinerado. El director del sanatorio era el que daba la orden final. Y, pues, uno tenía que acomodarse donde le asignaran, porque no había para más.

Pero la verdad es que uno no podría negar esa realidad  y eso no todos lo soportaron. Así fue como el suicidio me dio una cachetada. 

 

En el poco tiempo que estuve internado, conocí a un señor de Antioquia que se trastornó. La Policía lo sacó de su casa y lo encerraron como en épocas de la Colonia. Lo trajeron a Agua de Dios, dejando para siempre a los hijos pequeños y a su familia. Me decía que estaba a punto de enloquecer.

 

Un día, nunca supe cómo, él se compró un taco de dinamita y se lo puso en la boca. Lo explotó en el campo de fútbol y nunca encontraron su cabeza. En el cementerio fui a verlo. Del pecho para arriba no había nada y los ratones se trataban de comer los pedazos de carne que quedaban. 

 

Así era el abandono...

La imagen no me la podía quitar. Pensando en la desdicha, recorría las calles sin pavimentar de Agua de Dios, esas tétricas y olvidadas, con el calor que quema y los gemidos de la gente que sufre. Aquellas en las que había luz solo por raticos y en las que el servicio de acueducto servía unas dos horas, cada tres o cuatro días.

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Carlos Cardona observa con nostalgia la cancha de fútbol pública, desde una ventana,  recordando la historia del señor que se suicidó. 

Aquellos “amigos” de los que le hablé entraban a las droguerías a comprar Diazepam, un relajante, e inmediatamente se iban a las guaraperías, esos lugares en los que vendían bebidas alcohólicas provenientes del jugo de caña de azúcar fermentado al que llamamos “guarapo”. Todo para sopesar las penas.

Allí había tres zacatines, o alambiques, que eran unos aparatos para hacer licor. Las botellas las vendían por un billete de cinco pesos, con lo que uno podía comprar cinco kilos de carne. Tres fábricas procesaban ese licor y una vendía la tal pegatinga, un licor hecho de anís o de fique tan bravo, pero tan bravo, que con cuatro o cinco tragos le aseguro que quedaría tendido. 

 

Los muchachos se bajaban el Diazepam con eso o con guarapo y al momentico estaban en un mundo desconocido, saltando solitos y riéndose de dichas que luego olvidaban. Nos íbamos a jugar fútbol y en mitad de tiempo ellos seguían corriendo con una pelota imaginaria y con una energía que después se convertía en pesadumbre.

 

A mí no me gustaba el guarapo, ni las pastas, así que seguí en mi mundo, ese que no era imaginario, ese que no me alejaba de la soledad, de la desesperanza, de la cárcel.

¿Y el dinero? Por aquí era poco. 

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Carlos Cardona López rechaza incómodo el ofrecimiento de droga con guarapo por parte de un grupo de jóvenes en Agua de Dios, Cundinamarca.

Para la época, había dos tipos de subsidios. El de tratamiento y el de invalidez. El primero se pagaba a todos los enfermos recluidos en los leprosarios, pero que no estaban alojados en instituciones como los albergues. El segundo se pagaba a todos los que habían sido eximidos de recibir el tratamiento “antileproso”, como le decía el Gobierno, porque tenían una invalidez permanente.

 

Para que desembolsaran ese dinero, que era de $1.50 pesos diarios, se necesitaba una constancia de que el paciente había estado dentro del sanatorio. Entonces así podían mantener el control. Si usted se iba sin autorización o no lograba probar que se había quedado donde lo obligaron, pues le descontaban… Y cada moneda y billete era valioso.

 

Si usted no trabajaba en alguna oficina pública, le tocaba rebuscarse como fuera los medios para comer. En mi caso, me sacaba unos pesos haciendo mandados y dejándome atrapar de algunos policías. Es decir, hacíamos un trato de mutuo beneficio. Ellos me daban dos o tres monedas de 5 centavos para que me dejara atrapar, y con el registro de que habían detenido a un enfermo tratando de volarse, el Gobierno los premiaba con tres días libres para ver a su familia. 

Uno de los sitios donde más se hacían, por así decirlo, esas redadas era uno llamado Bonanza, cerca a la Casa Médica, espacio para alojar médicos y personal autorizado. Bonanza estaba lejos de la plaza principal, la Iglesia y otros edificios del pueblo. Ahí se extendían unas cadenas gruesas como mi mano y se hacían parte de los 150 policías externos, los que no tenían lepra. 

La única forma legal para entrar o salir de Agua de Dios era con un permiso que debía firmar el director del sanatorio. Eran como unas cartillas, con su foto, nombre completo y número de identificación. Y decía explícitamente el tiempo en que la persona tenía autorización de estar en Agua de Dios, la razón (muchas veces era por comercio) y por cuál punto de control ingresaba.

 

Aunque… aquí no sólo se contrabandeaba. Se falseaban los registros de capturas de los enfermos.

A los alimentos que traían para vender los inspeccionaba la Policía interna, una que vestía de gris y que estaba formada por enfermos de lepra. Ellos revisaban que las cajas y los productos tuvieran una gran etiqueta roja que rezaba: “Destinado al lazareto de Agua de Dios. Venta única”.

 

Era algo común: en decretos, como el de 1954, el Gobierno había dejado explícito que nada externo se podía vender sin autorización y mucho menos si era algún producto que podían hacer los internos.

 

Los policías revisaban además que en los camiones no se encaletaran cigarrillos, ni alcohol, porque para los enfermos estaba prohibido. Igual eso de algún modo lo lograban pasar. 

 

Claro está que a los que atrapaban vendiendo eso o una simple galleta o un ponqué sin la etiqueta les quitaban los productos y los multaban.

 

Eran así de estrictos con lo que traían a esta cárcel, no porque el producto fuera especial, más barato o nos intentara curar, sino porque les daba miedo que la libre distribución reprodujera los contagios.  Para evitarlo, se inventaron la Casa de la Desinfección, un lugar donde, como su nombre lo dice, limpiaban las cosas y a las personas, bañándolas de pies a cabeza.

Las autoridades pensaban que infectábamos lo que tocáramos. Era tan absurdo ¡qué medida de salud tan boba! Ellos sabían que así no se contagia la lepra. Pero bueno… es una medida boba para una patria boba, un Ministerio de Salud cavernícola.

No quiero exaltarme ni tampoco empezar a echar culpas. Al fin de cuentas, todo sucede por alguna razón. Aunque sí queda mucho que desear y esos tratos nunca fueron bien recibidos. Mire usted, qué curiosa es la vida. Para el momento en que estaba experimentando esta represión, en el exterior habían repetido varias veces que el aislamiento de los enfermos era una medida poco efectiva. Esto, por ejemplo, lo había dicho la Organización Mundial de Salud en 1953, un año antes de que yo ingresara al sanatorio. 

 

El caso es que duré mucho tiempo, como dirían en mi pueblo,  “pa’ arriba y pa’ abajo, sin Dios ni ley”, notando cosas como esas, que nos hacían sentir como los bichos raros de Colombia, los que merecían desprecio y malos tratos. Nunca entendí en qué momento otros habían decidido que dejaríamos de ser humanos, para convertirnos en simples números, en ratas de laboratorio que se escabullían en la pobreza.

 

Pero de aquí comenzó a venir lo bueno y esto sí que me emociona. Le contaré un secreto: nosotros nunca dejamos que nos redujeran a sus antojos. Para mí y para muchos había un camino señalado en el que todos aquellos que nos creyeron débiles se irían topando con la verdad.

 

Si usted quiere ser guardián de este y de mis más apreciados recuerdos, lo espero en mi próxima carta.

 Hasta entonces,

 

Carlos.

Presentación sobre las leyes y decretos que buscaron aislar a los enfermos de
lepra en Colombia entre 1833 y 1944.

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El sanatorio de Agua de Dios no fue el único que funcionó en la primera mitad del siglo XX. Dos de los más grandes fueron el de Contratación, en el departamento de Santander, y el de Caño de Loro, en la isla de Tierrabomba, en la bahía de Cartagena, el cual fue clausurado y bombardeado en 1950 tras enviar a los internos a otros lazaretos.

 

Los recluidos en esos lugares durante la época fueron objeto de estigma, aumentado por la falta de políticas públicas para tratar de manera integral a los pacientes. Diversos testimonios e investigaciones señalan que la precariedad se extendía a la escala social e individual de los enfermos, negando de manera repetida las posibilidades para tener una vida digna. 

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Créditos

Reportería, textos y elementos multimedia:

Alejandra Ramírez Valbuena,

Maria Valentina Chica Guaca, Danna Camila Muñetones Ortiz y

Juan Nicolás Barahona Espinosa.


Asesor de la investigación:

Juan Camilo Hernández Rodríguez

Ilustraciones:

Cristian Felipe Herrera Duque @cristofer215

Agradecimientos a

Luis Carlos Cardona López y su familia; Hernán Moya Ortiz, historiador, curador del Museo Médico de la Lepra y miembro del equipo del Archivo Histórico del Sanatorio de Agua de Dios;

José Gerzaín Rodríguez Toro, médico especialista en Patología de la Universidad Nacional de Colombia; y María Stella Rodríguez, profesora de la Pontificia Universidad Javeriana y doctora en Teología.

Para este capítulo se consultó información documental de la Organización Mundial de la Salud, la Organización Panamericana de la Salud , el Sistema Único de Información Normativa del Estado colombiano y el Banco de la República de Colombia. A su vez, se consultó el libro "Batallas contra la lepra: Estado, Medicina y Ciencia en Colombia", de la investigadora Diana Obregón Torres, y "Lepra, Lazareto y Leprosos: Memorias de una enfermedad olvidada", artículo académico de Dayana Lucía Lizcano Herrera, entre otras fuentes académicas.

Capítulo 3:

Sin Dios ni ley

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